viernes, 2 de julio de 2010

Sophie

Me llamo Sophie y hoy podríamos decir que es mi cumpleaños. En realidad, no sé qué día vine a este mundo. Mamá no ha vuelto a hablar ni a moverse desde el mismo momento en que nací. Sin embargo, yo puedo escucharla a todas horas. Ése es mi calvario y mamá es mi penitencia. Porque ella no me eligió ni me deseó como otras madres desean a sus hijos.

He visto en sus sueños toda la violencia con la que fui engendrada. Ella, indefensa y aterrada con la vista clavada en su tarot desparramado por el suelo. Y en el reflejo de sus pupilas la carta de los enamorados vuelta del revés con la muerte a su lado. Y un no desgarrador e interminable con el que culminó mi concepción.

Pero hoy tengo mucho que celebrar. Al fin y al cabo aún sigo viva y he resistido, vaya que sí, a todo el odio de mamá y a su incesante martilleo en mi cabeza.
Sin olvidarnos del  maldito polvo del desierto que me ha acompañado allá donde fuera y de esta caravana hacia ninguna parte que ha sido mi existencia.

Las ferias son así y además, dónde podríamos ir a estas alturas, me han repetido una vida entera todos mis compañeros hasta grabarlo a fuego en mi desesperanza. Una pitonisa desparramada sobre un diván del que hace ya una eternidad decidió no levantarse y yo, la pobre y entregada Sophie, la voz y las manos que cada noche materializan sus premociones ante la avidez y la desesperación de todo un desfile de seres anónimos que jamás me importaron.

Podría ser peor, me dice mamá cuando tiene un día de los buenos. Liv y su madre bailan desnudas y dios sabe qué hacen después con todos los tipejos que acuden a sus pases.

La mujer barbuda, el niño tortuga, la chica langosta, el hombre alambre, no son mucho más felices que nosotras. Ben ni siquiera tiene un pobre lecho en el que descansar después de cada jornada. Y el patrón, al que jamás nadie ha visto, y que se ha pasado los últimos años inmóvil tras un telón, sin apenas aire que respirar encerrado en el camión verde.

Ni siquiera podríamos jurar que el patrón no sea más que una artimaña de Sam, el encargado de todo este tinglado, para hacernos obedecer sin rechistar con ese aura de misterio y destino que le confiere a nuestras vidas el ser guiados por un ente invisible y todopoderoso.

Aunque mamá no deja de decirme que el patrón es tan real como el cielo plomizo que nos ahoga y las horas de carretera que nos aguardan a cada amanecer. A veces, lo hace con tal insistencia que llevo ya mucho tiempo fantaseando con él, rezándole, hablándole a todas horas, como si fuera el dios en el que nunca creí o el ángel que ese dios impreciso ha creado para mí.

Ayer mismo hice acopio de todo mi valor y entré sigilosa en el camión verde, su guarida. Pensé que quizás el patrón podría darme alguna respuesta. El interior estaba muy oscuro pero pude intuir algo así como unas gruesas cortinas que partían el recinto en dos. Me acerqué despacio y susurré un hola tembloroso, diminuto. Quizás él pudiese liberarme. Acerqué mi mano a la enorme tela de terciopelo azul y de pronto, los gritos de mamá me hicieron retroceder. Pero ya estaba allí y tenía que continuar. Una mano de anciano, arrugada y casi muerta, me sujetó fuerte del brazo y entonces la vi. Era ella, era la mujer que un día fue, la joven risueña que en otro tiempo me hubiera podido querer.
Vete y no vuelvas nunca más. Me ordenó mamá desde otro tiempo.

O el patrón. O mi deseo.

Y así, con apenas unos dólares en el bolsillo eché a andar hacia otro lugar.

Cualquiera sería suficiente.

No hay comentarios: