jueves, 18 de septiembre de 2008

Ayer no tuve un buen día. A veces el dolor me asalta con una gran máscara y no me deja verle la cara. Y entonces busco razones y me invento rasgos de un rostro que podría ser el mío pero no consigo reconocer. Y tiro de elementos tan cutres como las teorías del apego o la fragilidad del tiempo. Y cuanto más invento más se oscurece todo y menos consigo ver. Hasta el punto de dormirme plácidamente y despertar con la cabeza algo más en su sitio.
Y ponerme los pantalones verdes que me compré hace unos días y comerme una ración de nueces con pasas y encontrarme en el despacho un regalo que me hace sonreir y que aún sabiendo que es para mí no me atrevo a abrir hasta que alguien me diga que sí, que es mío. Después sólo queda hablar con personas a las que quisiera ayudar, eutimizantes, psicoeducación, un mapa de España con sus autonomías, lugares que casi nadie de los que están aquí han visitado ni visitarán, un café con Mabel a toda prisa, cuéntame como estás, llamadas teléfonicas, visitas inoportunas, la mala leche justiciera que me sale por los poros y el imán de mi tarjeta rozando la máquina que me dice hasta mañana Esther, como si me conociese de algo.
Eso sólo es la mañana. La tarde es la sensación de querer y ser querida. Es la música de sigur ros, bellas imágenes, tú y yo, las cosas que escribes, las que yo te cuento, tu generosidad, mi entrega. Nada más y nada menos. ( sé que me repito hasta la saciedad pero, joder, qué suerte la nuestra).

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