miércoles, 24 de septiembre de 2008

El domingo por la mañana Sonia llamó a la puerta de mi habitación para decirme, entre lágrimas, que la abuela había muerto. Que ya no vería más a la mujer que tanto me hacía reir, la que me acariciaba las piernas mientras háblábamos sin parar, la que se estaba apagando poco a poco entre chutes de nolotil y pañales de los dignos, de los que te cambias tú solo las veces que haga falta, sin quejas ni jodidos lamentos.
El domingo me puse un jersey amarillo pensando en ella. Porque de ella copié mi color favorito. Amarillo vida. La misma que se te ha escapado mientras dormías. En silencio y sin hacerte notar, exactamente igual que como habías vivido. Sin dejarle nunca terreno a la autocompasión ni el victimismo. Burrita de carga toda la puta vida que aceptó un destino injusto de dolores que no cesaban nunca. Esther, yo ya no sé si me voy a curar.
Mirarme en los ojos de mi abuela ha sido una de las mejores cosas que me han pasado. A su lado me sentía segura, importante, querible. La nieta lista y valiente que todo lo sabe aunque sea sólo durante un ratito, el que tú estabas cerca.
Golondrina inquieta, traviesa, que se enamoró del hombre equivocado( siempre me lo decías), que aprendió a callar y a criar hermanos y después hijos propios. Paseos interminables con el cántaro al hombro porque había que servir. Primero a tu padre prematuramente enviudado, después al señorito y luego a tu familia, boca de lobo que confundiste con alguna especie de remedio de todo lo anterior.
Servir. Tenerlo siempre todo limpito. La comida lista. Tus cremas en aquel minúsculo baño, alargado y estrecho, sin lugar para una miserable bañera. Tu palangana. Las paredes deconchadas con pósters de coches amarillos o de lo que sea que cayera en tus manos. El orden de la escasez bien llevada. La nevera siempre llena para todos los que pasábamos por allí.
Hoy te he echado de menos viejita.

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