viernes, 20 de febrero de 2009

Huele a ti. Cada vez que entro en el ascensor de las siete y treinta y cinco, ni un minuto más ni uno menos, se me echa encima tu olor como si fuera la peste que se empeña en rematarme cada mañana, sin compasión.
Podría tomar las escaleras. Juraría que existen unas escaleras en algún rincón sucio y olvidado de este edificio, una vía alternativa para claustrofóbicos y delincuentes.
Una posibilidad remota para que tu rastro no me persiga, pienso.
Y entonces me doy cuenta de que dejar de olerte sería el fin.
Y sigo tomando el ascensor de las siete y treinta y cinco. El mismo que tú tomaste antes de lanzarte a ese abismo inclemente que ahora todo lo ocupa.
Menos el espacio de tu olor. Asidero de la cordura que se me escapa y del deseo agonizante. Material imperfecto para soldar todas mis deseperanzas.

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