martes, 14 de abril de 2009

Llego al trabajo y me subo directamente a la planta. Es la hora de la ducha y huele a colonia barata y pelo mojado. Sé que estorbo a estas horas . Las enfermeras, porque hoy sólo hay chicas detrás del mostrador, se mueven a toda velocidad mientras van anotando las incidencias de la mañana. Yo necesito recoger algunos datos y es el único momento en que puedo contar con todas las historias. Voy pasando hojas buscando los últimos diagnósticos de cada paciente. Algunos tienen tres diferentes recogidos en el último año. Y se supone que yo tengo que convencerles de algo. De lo mismo que dudan los portadores oficiales del saber, los que al menos en teoría están legitimados para decidir qué tienes. ¿Qué tienen ellos?. Quizás sea mejor arrancar las etiquetas. O llevarlas colgadas en la frente, pero todos. Nosotros también.
Después nos toca leer el periódico. Ellos buscan una noticia y la cuentan. No vale leerla mientras la explicáis y que la entendamos todos, repito cada martes. M. es nuevo y no deja de interrumpir. Saco mi lado chungo y se calla. Me cuesta tan poco imponerme como rozarles sin miedo. M.A. está enfadado. Me mira con rabia mientras nos cuenta algo que apenas tiene que ver con la noticia que ha leido. Nos explica que hoy en día se confunde la libertad con el libertinaje y que el mundo es injusto y oscuro , invirtiendo e inventando las razones. Observo a uno de los tres auxiliares que me acompañan hoy. Se ha puesto al final de la sala y está leyendo un libro. Es un tipo muy serio y tosco y me va a tocar decirle que para leerse un libro ( cómo adelgazar follando, concretamente) se puede quedar en la planta. Joder. Seguimos con la ronda mientras A. grita que necesita ayuda, que no puede concentrarse. Le toco el hombro y le digo que se tranquilice. Cuando le llega el turno, sonríe nerviosa y pierde el hilo mientras intenta hablarnos del museo de los cuentos de los Realejos. Yo me esfuerzo para que se centre mientras sigo con mi mano apoyada en su delgado hombro que tiene el tacto de un pijama azul de hospital.
En media hora volvemos a vernos. Esta vez toca relajación, versión Esther. W. se queda frito y A. grita de júbilo lo maravilloso que está siendo este momento. Shhh. Los demás intentan seguir mi voz mientras se dejan llevar. Despacio, muy despacio.
Nos volvemos a encontrar a última hora de la mañana. Me han pedido hacer estimulación cognitiva todos los días en vez tres a la semana. Los mismos pacientes amotivados de los que me hablaban hace años. Y es que Esther, con el paciente crónico es imposible hacer nada. Si, si.
Hora de la comida. Hoy en la puerta del comedor está tirado uno de los pacientes de psicogeriatría. Papitas, me pide. Yo no le hago demasiado caso. La costumbre.
En la bajada a casa me cruzo con alguien que no me gusta. Me cuenta algo y tengo dos opciones. Callarme o decirle que una mierda, que lo que dice no es así. Tiro por la segunda alternativa, total.. y aunque segundos antes acababa de asegurarme que cogería el tranvía porque la hernia la está matando, termina acompañándome hasta la puerta de mi casa. A pie, claro. Me alegra reconciliarme con el enemigo. Y es que soy una bocazas que sigue creyendo en la gente.
Después subiré a la cuarta planta para ver a Mabel. Hace ya un par de meses que nos hemos perdido la pista. El corte de pelo y el uniforme blanco le dan un aspecto aniñado. Charlamos sentadas en el recinto de enfermería rodeadas del silencio tenso de la planta más desangelada y aséptica.
También está la llamada de César y la noticia de que al menos provisionalmente volverá a Madrid, las cosas que Sonia me cuenta y que por momentos parecen un eco de las mismas cosas que me cuenta mi cabeza, el recién estrenado reencuentro con amigos del pasado y con una Esther que deja marca.
Y la vocecita de Dani al otro lado del teléfono. Y mi sonrisa al escucharla.
Silencio.

No hay comentarios: