M. ha vuelto por aquí; demacrada y con un corte de pelo ridículo; vencida y respetable, portadora de una clase indestructible inmune al letargo en el que ahora habita.
Mujer del este misteriosa.
También ha vuelto A. Alarmantemente delgada y exactamente situada en el mismo punto en que se fue: el de la negación más aplastante y absoluta de su enfermedad mental.
- Esther, ¿no hueles a azufre?. Me pregunta asustada.
Yo les pregunto a los demás y todos niegan con la cabeza.
Ella sabe que la muerte está cerca y llora desconsolada mientras baja la cabeza y obedece, maldita suerte la suya: de nuevo varios meses de condena para que al final y al cabo nada cambie. Para no molestar a nadie.
La locura es una desgracia que ahuyenta incluso a los más bienintencionados.
Hoy ha vuelto el otoño. Sin un manto de hojas en la avenida ni los abrigos saliendo a toda prisa de los armarios. Sin aspavientos ni tonos dorados en el aire. Silencioso y de puntillas, abriéndose paso poco a poco entre nubes grises y un calor sofocante que por fin se va apagando.
Y mientras los acontecimientos suceden, todos dibujan árboles y casas y personas y oímos música de otro tiempo y les escucho maravillada hablar de su enfermedad como no hablan los libros ni los expertos encerrados en sus cuevas de polvo y pretenciosidad.
Y después viene el masaje y nuevos colores en mi pelo y una tableta de chocolate, para volver a casa y besarle.
Qué suerte la mía.
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