lunes, 22 de marzo de 2010

Hoy su corazoncito perruno ha dejado de latir. Hoy sus ojos, el azul y el marrón, se han cerrado para siempre. Hoy Nagor se ha marchado despacito, adormilado en mitad de un postoperatorio cargado de malas noticias:  invasión masiva de metástasis en un cuerpo desgastado ya por el paso inevitable e injusto de los años.
Y me duele el día que llegue a casa y él ya no esté. Ya no saldrá corriendo a recibirme entre gemidos y gruñidos de bienvenida. Ya no torcerá la cabecita al compás de una promesa canturreada: calle, comidita...
Y lo peor de todo es que Nagor quería a mi madre de una manera incondicional y ciega. Y mi madre necesita de su calor para frenar el proceso de congelación en el que ha sucumbido... otro golpe difícil de asumir para una mujer fragmentada y maltrecha que se va quedando cada vez más sola, más fría de otras pieles.

Ayer irrumpía en mi imaginación  la escena tantas veces repetida de nuestras visitas al hospital de la Concepción. El interminable pasillo que nos llevaba a las escaleras que conducían a la sala de oftalmología. Los techos infinitos, las paredes blancas y antiguas, el colofón esperado de una enorme tostada con mantequilla y mermelada en la cafetería. Mamá entonces era un ser absoluto e imprescindible. Yo una niña de 10 años.

Quizás mañana todo sea diferente. Quizás me cure de todos estos ataques estúpidos de nostalgia y desilusión y culpa.
Quizás un día deje de estar enfadada con la vida. Hoy sólo siento su pérdida, lejana e inocente.

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