martes, 23 de marzo de 2010

El viaje

Esteban se despertó a la misma hora que el día anterior y a la misma que se despertaría hasta la fecha en que sus párpados echasen el cierre final.
Como era habitual en él encendió de forma mecánica el fuego de la minúscula cocina que presidía su rutinario mundo de 40 metros cuadrados.
Después de tragar de un solo sorbo aquel amargo café que ya nadie endulzaba con su compañía, Esteban no se quedó en casa el resto de la jornada escuchando los cantos desafinados y suplicantes de atención de Lola, su periquita.
 Hoy Esteban abrió, no sin aquel esfuerzo senil que ya había dejado de martirizarle, la puerta del viejo armario de la habitación de invitados y sacó la maleta de los viajes exóticos y soñados que nunca hizo y metió dentro unos calzones tan desgastados como sus huesos, un pañuelo y un bocadillo de sardinas de lata.
Más tarde un taxi le dejaría en la estación de trenes donde tomaría el talgo de las 10:10, exactamente el mismo que había cogido hace la friolera de veinte años para cambiarle las flores a todas las tumbas de su ya extinguida familia. Fue su forma de decirles adiós y de claudicar ante la insistencia de Montse, que no dejaba de repetirle que su miserable sueldo de cartero no les daba para esos lujos, que o dejaban de ir al pueblo todos los meses o la que le dejaba era ella.
Esteban sabía que a su mujer, rácana de naturaleza, lo que le impulsaba a huir para siempre de aquel lugar   no era en realidad la economía doméstica. La auténtica causa de aquella retirada sin marcha atrás era más bien otra. O para ser exactos, más bien otro. Montse seguía enamorada del Cojo, el dueño del bar de la plaza principal de aquel pueblito manchego, y sabía que si seguía viéndole todos los meses sus pasiones desbancarían todos los preceptos matrimoniales que regían su recta y aburrida existencia.
Pero hoy nada le impedía la vuelta, ni el miedo a perder a aquella belleza labriega de tetas imponentes, ni los cantos de falsa sirena de Lola, que lo retenían en su pequeño reino  de soledad y silencio.
Quizás aquel tren le cambiase lo que le quedaba de vida, quizás su viaje fuese un recorrido hacia atrás en el tiempo con el que enmendar los errores cometidos, se engañaba.
Cuando Esteban llegó a su destino se extrañó de no ver en el andén al viejo Mario. Ahora al jefe de estación le suplantaba una enorme y brillante máquina roja que incluso le daba las gracias a los viajeros por contar con sus servicios.
Lentamente, nuestro artrítico y abatido personaje, recorrió alucinado aquel extraño pueblo que ya no reconocían sus miopes ojos. El trayecto se le hizo eterno y aburrido; en la hora larga que le costó atravesar  toda la calle principal no se había cruzado con ninguna cara conocida. Por unos momentos hasta dudó de no haberse equivocado de pueblo.
Por fin llegó al bar del Cojo. Su letrero desconchado y la pizarra que anunciaba los mejores callos del mundo entero le tranquilizaron. Era allí, sí.
- buenos días
- buenos días, ¿que se le ofrece?
Durante unos segundos de desconcierto y ávida sopecha, aquellos dos hombres se miraron fijamente, escudriñándose y, mientras Esteban contenía la respiración, el Cojo gritó con voz pasmada :
- Montse, creo que tenemos visita ...

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