domingo, 15 de mayo de 2011

Últimamente me siento invadida por una extraña sensación de gratitud. Me paso cuando, en una situación determinada, en mi cabeza suena un click y paso a ser la que observa con ojos alucinados las escenas que otro diría que son mi vida.

Toma uno: entro por la puerta de casa y un gato gordo se lanza a entregarme su bienvenida esquiva y gatuna, y Dani me dice que me quite las deportivas en el salón, y me quedo mirando el suelo de microcemento y siento el abrazo de una noche templada y tranquila; perfecta, quizás.

Toma dos: estamos los cuatro en el sillón: Dani, Pica, Tania y yo. En la pantalla de la televisión, También la lluvia. En mi mejilla unas lágrimas que se van deslizando al compás de un final poco creíble y esperanzador. Detrás del desencanto puede esconderse una posibilidad.

Toma tres: es la barra del bar donde solemos tomar algo por la mañana. Hoy ha sido un día intenso e injusto y allí mismo Cachi, iphone en mano, me enseña el correo que acaba de recibir. Es Janet y nos dice cosas tan bonitas y tristes que vuelvo a llorar. No me escondo de nadie y se me pasa rápido, apenas un pinchazo de rabia y amor.

Hay más tomas, en algunas está Sonia en la orilla de la playa, hablando y escuchándome sin parar, con su bikini a rayas naranjas y blancas y ese cuerpo robusto y contundente que nunca ha sabido apreciar; en otras estoy yo, sola, disfrutando de una tarde cualquiera, callejera, consumista, buscadora.
Y las risas del viernes a última hora de la mañana con E. tirado en el suelo simulando una cama de agua, y el careto que se me quedó esa misma noche viendo una obra de teatro absolutamente absurda e incomprensible, y el último libro sobre psicosis que leo, tan lleno de auténticas revelaciones...

También han pasado cosas que no son dignas de mi gratitud. Pero hoy no importan. Jamás lo han hecho, en realidad.

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