martes, 27 de mayo de 2008

Estábamos en el desierto. En una carretera perdida del oeste de Nevada. En ninguna parte. La tarde caía velozmente. Se nos echaba encima. Reinaba un calor sofocante. De vez en cuando veíamos algún coche pasar. Pero les éramos indiferentes. Al fin y al cabo sólo éramos dos hombres más cruzando aquella línea infinita de asfalto. Estábamos agotados. Sin embargo aquel sitio nos empujaba a continuar. Llevábamos largo tiempo cruzando el país. Se nos había olvidado el motivo hasta tal punto que ya no conocíamos nuestro destino. Sabíamos que pronto tocaríamos la costa. Después decidiríamos. Subir. Bajar. Instalarnos. Volver sobre nuestros pasos. O quizás recobraríamos súbitamente la memoria de nuestras intenciones y entonces todo tendría un nuevo sentido. Hoy sólo estábamos cansados. Tanto que ya no importaba seguir o no. Pero sigamos, insistió Rod. Parece que a lo lejos se ven unas luces. Podríamos descansar esta noche allí.
Rod tenía diecinueve años. Era alto y muy delgado. Su pelo rojo y sus pecas le conferían un aspecto irreal, de cuento, de aventurero despistado. Cada vez que te cruzabas con sus ojos verdes tenías la sensación de que tras esa débil mirada, perdida, ajena al exterior, se escondía una gran inmensidad que aún nadie había descubierto. Ni siquiera él.

Rod había nacido en Nueva York, en un barrio de Harlem donde su apariencia siempre le había hecho sentir desubicado. Pero su vida, al menos aparentemente, marchaba. Sus padres le querían. Se había hecho un lugar siempre allá donde fuese. Era respetado, agudo, brillante, solitario. Los demás chicos le tenían por un ser extraño ,casi etéreo e intocable. The red boy, le llamaban.
Hace tan sólo seis meses una mañana de domingo, mientras Rod ojeaba en la tienda de vinilos a la que cada domingo acudía religiosamente. los discos uno por uno, su mirada se cruzó con la mía. Sus pequeños ojos verdes me llamaron la atención. En esos momentos yo tenía entre las manos el último disco de alguien poco importante, una rareza que hubiese jurado sólo desear yo. Pero aquellos ojos se encendieron, brillaron al llegar a mis manos y Rod, tímidamente se acercó a mí y me preguntó si había más ejemplares de aquel disco.
A partir de aquel momento nuestros destinos se unieron y al mes siguiente ya habíamos decidido que teníamos que partir. El motivo exacto, como ya dije, lo hemos olvidado. El destino nos da igual. Incluso el trayecto. Ahora sólo importa encontrar algún sitio donde dormir esta noche.

Rod sonríe y de nuevo esos ojos verdes me absorben.

No hay comentarios: