martes, 14 de octubre de 2008

A. dice que las pastillas no pueden solucionarle lo que le pasa. Que su corazón y su mente se han separado. Que ya no sabe quién es y está perdida. Ahora su cabeza es un pozo oscuro, un puzzle con la mitad de las fichas bocabajo, un espejo turbio y cabrón.
A. es enérgica y expansiva. Una niña grande con el pelo lacio que anda a saltitos y se debate entre la pérdida de la identidad y el amor universal. Y pinta mandalas de la suerte y habla de la paz y la belleza y la bondad como si sus palabras pudieran darle forma al caos que la persigue.
Esther, qué guapa estás. Escucha esta canción. Tengo que contarte algo. Me he enamorado de V. No le gusto, lo sé porque no me busca con la mirada. Ya me callo. Y el gesto de siempre, el candado en la boca que cede al ímpetu de comunicarse antes de que lo haya cerrado del todo.
Hoy he hablado con A. a solas. Me dice que siempre se está enamorando, ilusiones locas que acaban destrozándole el corazón. Se jacta de cantar muy bien y de ser tierna y muy buena persona. ¿O parezco vieja?, no quiero ser vieja nunca. Me enseña una foto de H., su novio de toda la vida. Murió este enero, no pudo soportarse más. Después llegaron la descompensación, los ingresos, la travesía que la condujo hasta nosotros.
Acelerada y distraída habla de su enfermedad como un gran sufrimiento mental, la falta de toda la alegría, la presencia absoluta y exterminadora del miedo con mayúsculas, el odio que siente hacia lo que ahora cree ser.
De pronto llora. Ya no es la niña de aire psicodélico. Ahora se estremece y reconoce el terror que le provocan los jodidos americanos. Espías capaces de leerle la mente empeñados en hacerle daño como sea.
Después retrocede a los 19 años. Su primera crisis en Alemania. Fue porque me enamoré de un chico de mi universidad que no me quería. El comienzo de la abolición del yo en un tiempo en que sólo comía copos de avena y miel porque se creía la abeja reina. O una princesita, me dice pícara. Por aquel entonces era tan sensible que oía a sus plantas chillar. Por eso una mañana desandó el trayecto y tomó un tren a toda prisa para volver a casa y regarlas. Porque yo soy buena. Verdad, Esther?.
En realidad no sabe cómo es. Una charlatana con un vacío en la cabeza, me dice, mientras agita los brazos arriba y abajo. Así estoy, volando.
Más tarde conozco a los padres de A. Endurecidos tras 23 años de enfermedad. Él más que ella. Buscando algún resquicio de esperanza en mis palabras. Agotados de luchar contra un enemigo al que no entienden ni logran ver. Cansados de una hija a la que no van a abandonar. De sus raptus de agresividad, de los celos patológicos, su impaciencia y sus caprichos, el miedo y las paranoias, su búsqueda constante de atención.
La madre no puede contener las lágrimas mientras me dice que A. ya no es capaz de sentir. Que sólo actúa. Sobreactúa. Y lo peor es que piensa que los demás tampoco sentimos y no somos capaces de quererla. Por eso nos atosiga, por eso sigue buscando algo que ya no podrá encontrar. Quién sabe, pienso yo.
Soy una flor del universo. Verdad, Esther?

1 comentario:

ñ dijo...

Por fin he conseguido colarme en tu blog (no daba con la dirección porque me empeñaba en escribir dos eses en "dessert"). Se me dan mal los elogios: no sé argumentarlos. Únicamente, siento que, si algo me pone los pelos de punta, es porque me llega y me llena.