domingo, 19 de octubre de 2008

La luna aullaba sola en medio de un cielo plomizo de tonos violetas. El hombre descansaba sobre algo parecido a un lecho, improvisado con todo lo que llevaba dentro de aquel enorme bolso. Imperturbable repasaba las provisiones que le quedaban. Podría aguantar tres, cuatro, quizás hasta cinco días más. Lo importante era mantener la calma y decidir. Toda su vida había sido una bifurcación interminable de trayectos discontínuos. Estaba acostumbrado a tomar decisiones difíciles. A arriesgar. Y hasta hoy nunca hubo heridas mortales. Al menos nunca las recibió.
Recuerda las aguas verdes del último río que cruzó. El lodo y las piedras diminutas que formaban un manto movedizo en las profundidades. Heridas en los pies y en las manos porque nunca se conoce del todo un territorio hostil. Escapar de aquel lugar le llevó mucho tiempo. Esquivar la mirada sombría de ella. Los reproches silenciosos. La deseperación invisible que ocupaba el espacio entre uno y otro. Enormes bolsas de derrota en el aire que respiraban, golpeándoles la cara un día y otro. Recuerda la huida falta de toda heroicidad. Nunca se consideró un tipo elegante. Tampoco se sintió tan miserable como aquella noche en ningún momento de su opaca existencia. No pudo hacer otra cosa que mentir. Dejarlo todo tras de sí sin despedidas de última hora. Cariño he de ir a la ciudad esta noche.
Y se adentró en la montaña para perderse. En menos de cinco días decidiría el paso siguiente.

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