martes, 27 de enero de 2009

I. tiene más de 60 años y unos grandes ojos azules que miran hacia la nada. Se pasa buena parte del día coloreando dibujitos y luchando contra una parte de sí que no entiende que la impulsa a decir obscenidades y a sacar la lengua. Contra ésta última desgracia I. ha ideado una alternativa: comer chicles. Cuando los mastica ya no saca la lengua y así se calma y la angustia la azota menos. La cuestión es que aunque I. tiene el gran privilegio ( en este lugar las pensiones no suelen exceder los 300 euros) de contar con una paguita de 500, su familia no le da nada. Miento. Algunos domingos durante la esperada visita semanal de 5 minutos la dejan un puto euro. Y con eso no le alcanza para los chicles.
Yo me digo que la esquizofrenia paranoide y la demencia frontotemporal no va a haber quien se las quite. Pero que I. va a tener pasta para chicles. O al menos ése va a ser mi objetivo.. mi deseo, mi fantasía. Porque permanecer pasivo frente a una injusticia me parece tan asqueroso como ejecutarla. Porque el que puede hacer algo por otro que no puede hacer nada no debería mirar hacia otro lado. No deberíamos.
Y es que I. lleva enferma desde 1976 y ya cinco años en tierra de nadie. Demasiado mayor para ocupar una plaza en un recurso para enfermos mentales y demasiado loca para encajar en una residencia de mayores. Y aunque todos los días me cruzo con montones de personas que le hacen la vida mucho menos dolorosa, I. es una víctima de la codicia de su familia.
Esther, soy una puta, me dice con su vocecilla quebrada.
(te equivocas, las putas son otros, pero es mejor que lo hayas olvidado)

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