martes, 14 de julio de 2009

Está lloviznando mientras bajo la calle camino a casa. Un chico llama mi atención: lleva un chaleco negro, pantalones grises y unos zapatos puntiagudos también grises . Tiene un corte de pelo imposible, como si una ráfaga de viento helado acabase de pasarle por encima de la cabeza y en su cadera cuelga un bolso cuadrado negro de cuero . Pienso en qué tipo de cosas le rondarán por la cabeza. En sus discos preferidos . Realmente Santa Cruz es un lugar monótono donde un chico así no puede pasar desapercibido.
Cruzo el paso de peatones que da a la plaza Weyler y aunque estoy reventada una sonrisa se me hace hueco entre todos los pensamientos atropellados. Miro varias veces a ambos lados buscando un tranvía que no pasa, un peligro invisible que no llega.
En el trayecto Sonia al teléfono me habla de proyectos improbables. Le sigo el juego porque realmente yo también soy propensa a la ingenuidad desbocada. Espera que ahora te llamo. Y entro en una pastelería y salgo con una bandeja llena de bollos de chocolate. Seguimos hablando mientras el cielo se vuelve cada vez más gris y el ambiente más nítido y extraño. Ya casi estoy en casa, le insisto a mi cuerpo cansado y amenazante. Mi corazón ya ha puesto en marcha la señal inequívoca, hora de parada forzosa.
Dani juega a la play cuando abro la puerta. Me voy despidiendo de mi hermana mientras observo los movimientos de un muñecote con superpoderes en la pantalla del televisor.
El día termina con un enorme plato de pasta, una palmera de chocolate y el segundo capítulo de a dos metros bajo tierra, la serie favorita de Dani.
Y Nancy al teléfono, fumando a hurtadillas, última charla del día. Hasta el próximo sábado, nos decimos.
( y el masaje antes de que caigas rendido para tu espalda dolorida ,y A. que niega su locura de las formas más locas posibles y las lágrimas de C. mientras me narra la historia de sus fracasos y su adicción a la mentira, una vía para calmar el hambre y el dolor solamente).

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