viernes, 25 de septiembre de 2009

A. está siempre encogida y su ceño permanentemente fruncido . El lado izquierdo de su hinchado cuerpo tiembla sin descanso y aunque he oído decir que es una mujer desconfiada y de difícil trato, yo le digo cosas bonitas y le pido que se deje ayudar, que baje la guardia y levante la cabeza para así no perderse los colores del paisaje.
Hoy A., cuando le ha tocado su turno , ha dicho que necesitaba un abrazo, que eso era lo que realmente quería.
Y Esther, una auxiliar de voz ronca y corazón grande , se ha levantado y allí en medio del grupo de la mañana, la ha estrechado entre sus contundentes brazos, con la única condición de sentir tu abrazo, así, más fuerte...
-¿Alguien más quiere abrazar a A.? , he preguntado.
Y sí, muchos lo han hecho, sonrientes y generosos y emocionados a pesar de ese aplanamiento afectivo que todos los libros se empeñan en asociar indisolublemente con la esquizofrenia.
-Esther, quisiera llorar, pero no puedo.
Déjate llevar sin miedo, le digo mientras la abrazo yo también.
Lucha contra esa camisa de fuerza química que llevas puesta, le gritaría.

(más tarde, en la reunión de la mañana, me toparé con el auténtico aplanamiento afectivo que existe en este lugar, con esa ceguera autocomplaciente que todo lo impregna, hostia puta ).

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