domingo, 8 de noviembre de 2009

La bondad está infravalorada. En teoría seguimos considerándola un valor esencial, en la práctica, recurrir a ella, en pro de la causa que sea, es allanar el camino a la mofa y el ridículo. El desencanto y el escepticismo nos hacen incluso dudar de su auténtica existencia, situando cualquier acto bondadoso en el terreno de lo blandengue e inútil, de lo obsoleto y estúpido.
Y a mí, sin embargo, ser bueno me resulta una cuestión mucho más ligada a la fortaleza, la inteligencia, la razón, la sensibilidad y la voluntad.
Ser bueno de verdad, sin espectadores ni aplausos, sin medallas que colgarnos en el pecho, debería ser, al fin y al cabo, un compromiso con la vida del que nadie pudiera escapar, un delito tan frecuente que quedase fuera de toda sospecha.

Hoy se han cumplido veinte años de la caída del muro de Berlín. Hace ya uno que inauguraron el museo de arte moderno y fotografía que tengo a menos de tres minutos de casa. Veinticuatro horas atrás dormía plácidamente la siesta con tu calor abrazándome la espalda.
Hoy es un día de aniversarios y recuerdos que empujamos hacia el presente para decirnos que sí, que estamos vivos y hay algo que celebrar.
Como si cada exhalación no fuese ya suficiente.

( la cena con Fran y María que un día fueron estudiantes de filosofía que se encontraban en Barcelona y compartían polen y pasiones y un proyecto de vida que aún hoy sigue latiendo; tu mano acariciando mi pierna por debajo de la mesa; la banda sonora de After meciéndome las entrañas; un paseo el domingo por la mañana entre nubes grises y el alboroto del mercado y las fotografías del Tea que apenas captan mi interés, cierto; la voz de Sonia, audible aunque nos separe el silencio; el cuerpo de Picasso aplastado en el hueco que se ha formado en mitad de nuestro abrazo... más que suficiente )

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