domingo, 13 de diciembre de 2009

No sé hasta qué punto nos hemos vetado la posibilidad de disentir, de estar en desacuerdo con lo establecido, de sucumbir en la más absoluta improcedencia, sin que caiga sobre nosotros esa difusa sensación de culpa e inadecuació, ese afilado látigo de remordimientos y desazón que nos enturbia el aire y nos oprime los pulmones.
La censura se ha fundido entre nuestras células sin que medie nuestro consentimiento.
¿Y por qué no?, me pregunto.
Por qué coño no nos lo permitimos. Dejarle la vía libre a la verdad. Vivir de la forma que deseamos vivir. Apagarnos o encendernos sin miedo a que el interruptor nos queme los dedos. Arrastranos hacia la dirección que persigue nuestra mirada y no darle la espalda a ese deseo que duerme inquieto, escondido entre las buenas formas. Las insignificantes formas, compartidas y consensuadas por el resto, que al fin y al cabo, a nosotros, nos la sudan.

No hay razón para decir esto ni para decir nada. No hay sentido ni hay historia. Sólo un grito ingenuo e inútil. Me gusta la inutilidad.

( Estos días he sido especialmente feliz. Dani no me juzga ni me pide cuentas ni se pierde en cuestiones inútiles. Y eso, equilibra la balanza. Además estoy ilusionada, tengo un sueño que empieza a tomar forma, un proyecto en el que perder todo el tiempo del mundo.
He llegado a un punto en mi vida de cierto vértigo. Estoy manteniendo por fin cierto equilibrio en las alturas y la caída, parece que no llega nunca).

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